En junio cumplió 60 años esa novela brillante y amarga de
George Orwell, que a pesar del paso de todo este tiempo
conserva intacta su poder de conmoción. Su héroe es el decididamente antiheroico
Winston Smith, un tipo débil y melancólico que vive en el policíaco, totalitario
Estado de
Oceanía, en el que gobierna el Partido –personificado por el
Gran Hermano, cuya intimidatoria imagen está por todas partes– y la Policía del
Pensamiento reprime sin contemplaciones el menor atisbo de disidencia. El
Partido impone su voluntad a través de la ubicua vigilancia, la propaganda
permanente y la aniquilación de todo aquel que, aun en la intimidad, se
rebele contra la autoridad. Winston abraza esa forma de criminalidad al
registrar secretamente su odio al Gran Hermano en un diario y, luego, al
mantener un romance con una joven llamada Julia. Con el tiempo será detenido,
interrogado, torturado y domesticado.
Mil novecientos ochenta y cuatro
fue la advertencia de Orwell acerca de lo que puede pasar cuando un
Estado disfruta de un poder omnímodo; una advertencia conformada con los
horrores registrados en la Alemania nazi y la Unión Soviética, con su desprecio
a la vida y la conciencia humanas, su culto a la personalidad, sus crueldades y
engaños sin cuento. "No creo que el tipo de sociedad que describo llegue
necesariamente a darse, pero sí (...) podría sobrevenir algo parecido", escribía
Orwell al poco de dar su libro a la imprenta. "También creo que las ideas
totalitarias han echado raíces en la mente de los intelectuales de todas partes,
y he tratado de llevar esas ideas a sus consecuencias lógicas".
Orwell
era un
socialista convencido, e insistía en que
Mil novecientos
ochenta y cuatro no debía entenderse como un ataque al socialismo o a los
partidos de izquierdas. De hecho, aunque la ideología imperante en Oceanía se
llama Ingsoc ("socialismo inglés", en la
neolengua allí
hablada), los objetivos del Partido nada tienen nada que ver con la
colectivización de la riqueza, ni con la creación del paraíso proletario ni con
ningún otro objetivo socialista.
"El Partido busca el poder por el poder", le dice el funcionario
O'Brien a Winston. "No nos interesa el bienestar de los demás; nos interesa
únicamente el poder. Ni la riqueza ni el lujo ni una vida próspera ni la
felicidad: sólo el poder, el poder sin límite... Sabemos que nadie ha llegado al
poder con la intención de acabar renunciando. El poder no es un medio, es un
fin. Uno no erige una dictadura con el fin de salvaguardar una revolución; uno
hace la revolución para erigir una dictadura. El objetivo de la persecución es
la propia persecución. El objetivo de la tortura es la tortura misma. El
objetivo del poder es el poder. ¿Empieza usted a entenderme?".
Con
independencia de que el pobre Winston lo entendiera o no, desde luego los que sí
lo entendieron fueron los totalitarios de aquella hora (1949) y de las
posteriores. El
Pravda de Stalin hizo una crítica demoledora de
Mil
novecientos ochenta y cuatro por su presunto "desprecio al pueblo", mientras
Masses and Mainstream, el órgano del partido comunista americano, en una
reseña titulada "El gusano del mes" lo fustigaba por ser
"carroña cínica", una "diatriba contra la raza humana". Ahora bien, en la
mayoría del mundo libre fue enseguida aclamada y considerada un clásico.
"Ninguna otra obra de esta generación –pudo leerse en el
New York Times– nos ha hecho desear la libertad con más
vehemencia ni rechazar la tiranía con más firmeza".
Incluso hoy es
difícil pensar en una novela que pueda compararse a
Mil novecientos ochenta y
cuatro en su análisis de la mentalidad totalitaria. Orwell dio con las
claves: el deseo insaciable de poder; el uso de la mentira masiva como sustituto
de la verdad; la consideración de la libertad de pensamiento como algo
delictuoso y enfermizo; la perversión del lenguaje; la manipulación flagrante de
la historia; el uso de la tecnología para imposibilitar la intimidad; la
represión de la sexualidad; sobre todo, la destrucción violenta de la identidad
y la libertad individuales. "Si quiere una imagen del futuro –le dirá O'Brien a
Winston es sometido a interrogatorio y tortura–, imagine una bota pateando un
rostro humano... permanentemente".
Gran Hermano,
Policía del
Pensamiento,
despersonalización,
doblepensar...: no es casual
que tantos términos acuñados por Orwell en estas páginas –por no hablar del
propio término
orwelliano– hayan pasado a formar parte de nuestro
vocabulario, y que recurramos a ellos a la hora de hablar de la falta de
libertad. Lamentablemente, Orwell
murió,
a los 46 años, apenas siete meses después de que viera la luz; pero, 60
años después,
Mil novecientos ochenta y cuatro conserva intacta su
fuerza, y su mensaje de alerta es más perentorio que nunca.
JEFF JACOBY, columnista de
The Boston Globe/The New York Times.