Desde el último percance que me ha tocado vivir sobre
la mal llamada violencia de género, de la cual ciertos medios de
comunicación quisieron nutrirse como cuervos al despojo, no paro de
recibir llamadas, cartas y correos electrónicos de muchísimas
personas, de uno y de otro sexo (sí, también mujeres cuyos hijos o
hermanos han sido víctimas de esta fallida ley que aún mantenemos).
Son legiones. Y he llegado a la siguiente conclusión: la violencia y
los malos tratos son comunes, hay tantos maltratadores como
maltratadoras. Ocurre, sin embargo, que la aplicación de esta
malhadada ley es netamente favorable a la mujer. Y no cabe
argumentar que ello es debido a que son las mujeres las que mueren a
manos de sus parejas, porque siendo cierto, no deja de ser una
verdad a medias, dado que no es menos cierto que también mueren
muchos hombres. Pocos, ciertamente, a manos de sus parejas, pero sí
una cantidad sobrecogedora debido a la presión y el desequilibrio
que les ocasiona la aplicación de esta desventurada ley. Más
adelante llegaremos a ese espantoso apartado.
Unos me escriben desde la cárcel; otros, son libertos encausados.
Pero la mayoría la constituyen aquéllos que viven el via crucis de
ser expulsados de sus casas, tan solo con lo puesto; de tener que
pasar pensiones escandalosas (compensatoria para la mujer, de
alimentos para los hijos, hipoteca de la vivienda, de la que ya han
sido expulsados por orden judicial, etcétera), mientras ellos
malviven en una yacija en el hueco que les ha cedido en su casa un
amigo.
Es el caso de Juan, en libertad pero con un proceso penal y civil
pendiente. O el de Antonio, que me escribe desde la cárcel,
animándome a seguir: «A no huir de los medios, tan olvidados de
nosotros...». Nunca me gustó erigirme en bandera de nadie. No tengo
madera de líder. Pero en este caso lo haría, si este sórdido y
sangrante asunto se abordara con la seriedad y el rigor que merecen
tanta desgracia y dolor. Lo triste de todo ello es que ciertos
medios lo suelen frivolizar, especialmente en aquellos casos en que
aparecen personajes famosos.
Ni jueces, ni abogados, ni intelectuales, nadie parece querer
entrar en esta lacra social que a todos, sin excepción, nos vincula
y compromete. Considero, sin embargo, que todos somos responsables
-y en cierta forma culpables- de estos desafueros, al menos por lo
que toca a nuestra inanidad y culpable silencio.
Los medios de comunicación nos informan, de manera casi
matemática, de al menos la muerte de una mujer por semana a manos de
su pareja. Esto es un hecho terrible que salpica semanalmente a
cualquier sensibilidad social. En consecuencia, hacemos lo primero
que se nos ocurre: aprobar una ley excepcional. Y ya está, que la
ley lo resuelva todo. Y la sociedad descanse en paz.
Personalmente he de señalar que bien poco sabía de esta ley de
nuevo cuño. O conocía de ella lo mismo que el ciudadano medio; o
sea, nada: que se aprobó en el 2004 por mayoría absoluta, con los
votos del PP y del PSOE, de manera urgente y un tanto expeditiva,
porque mientras nuestros legisladores discutían la referida ley,
tenían en la puerta del Congreso de los Diputados un nutrido grupo
de mujeres radicales -lobby de poder lo llaman ahora- que clamaban
pidiendo reparaciones inmediatas.
Es decir, nuestros legisladores salieron precipitadamente del
paso aprobando una ley para aplacar las iras de las mujeres que
tenían en la puerta. El resultado no podía ser otro que el que fue.
La Ley Sobre la Violencia de la Mujer o Violencia de Género que se
aprobó es una ley destinada, por unilateral, a ser
anticonstitucional en cualquier país democrático. Se la cree a la
mujer bajo palabra, sin más pruebas que su versión personal de los
hechos. Una vez más hemos caído en el mismo error que tantas veces
reprochó y denunció con acritud Ortega y Gasset a los políticos,
juristas y demagogos de su época: «Aprobar leyes, sin la calma y el
sosiego debidos y sin el consenso real del pueblo, es tanto como
poner la carreta delante de los bueyes...».
No hemos de olvidar que la principal generadora de violencia es,
en muchos casos, la propia ley cuando no se ajusta a Derecho. Esto
es, cuando se aplica de manera injusta y torticera. Por fortuna el
espíritu de la Ley no es así en la mayoría de los casos. De lo
contrario, el ciudadano no recurriría a los Tribunales de Justicia a
dirimir sus cuestiones, sino que optaría por la Ley del Oeste o por
la Ley del Talión (es lo que viene ocurriendo, créanme, y no en
pocos casos, en la práctica real de la aplicación de esta
desacertada ley).
La aplicación de las leyes ha de sustentarse sobre la base de
justicia y equidad. Y en todos los casos ha de practicarse de manera
bilateral. Es decir, escuchar a las partes litigantes con la misma
imparcialidad. Los hechos constatables (hechos probados) son los que
deben inclinar la balanza en uno u otro sentido.
Cuando el hombre denuncia a su pareja, constituye una falta. Pero
al contrario, cuando es la mujer la denunciante, eso mismo
constituye un delito penal, por el cual -ya sean verdaderos los
malos tratos o no- puede entrar en la cárcel y cumplir una condena
de hasta varios años de prisión... y, repito, no hacen falta pruebas
(es acaso lo más irritante). Tan solo es preciso el testimonio
personal de la víctima. Esto es posible porque las avala únicamente
la estadística cierta de que, al menos una mujer por semana muere a
manos de su pareja. Con ser éste un hecho terrible, socialmente
inaceptable, no por ello, la Ley debe olvidar el principio de
equidad, que es su fundamento. Y no caer, a priori, en el
maniqueísmo.
Más que aprobar leyes destinadas a salir del paso habríamos de
tratarlo desde la perspectiva sociológica, cultural y educacional en
profundidad. Creo que es ahí donde el problema hunde sus raíces más
profundas. Las leyes, en general, constituyen materia inerte, papel
mojado, si el pueblo no está educado y preparado para entender y
respetar esa norma. El comportamiento machista (que también lo
tienen las mujeres) no se erradica por Decreto-Ley ni metiendo a
todos los hombres en la cárcel. ¿Por qué los legisladores y
magistrados no estudian más sociología...? Pues primero es la
sociología y segundo la criminología, no lo olvidemos.
La sublevación del hombre es, a veces, tan brutal como inútil. Es
también, aunque parezca contradictorio, la fuerza del débil. El
varón cuando incurre en violencia, ya sea física o psíquica, está
mostrando su debilidad. Ciertamente, ello no disculpa sus actos ni
le exime de responsabilidad penal. No obstante, es improcedente,
desde cualquier punto de vista legal, la promulgación y aplicación
de esa desatinada ley sobre la Violencia de Género, porque no se
atiene a los principios jurídicos legales y colisiona con lo más
elemental que tiene el Derecho. ¿Y que decir de la presunción de
inocencia? La referida ley no la recoge en ninguno de sus apartados.
Razón de más para insistir en su carácter de inconstitucional.
Que no haya más denuncias de hombres, víctimas de malos tratos,
no significa, que no haya mujeres maltratadoras. Bien al contrario,
las hay. Y muchas. Más de las que el ciudadano medio pueda imaginar.
Ocurre que el hombre se siente «incómodo» y no suele denunciar estos
hechos ante la Policía, porque cree hacer el ridículo. Pero la mujer
no tiene habitualmente esas limitaciones. Ellas son más sutiles y
sibilinas. Más persistentes y constantes en su encono.
Por lo demás, las mujeres, que forman al menos, la mitad de la
Humanidad, son fuertes y valerosas. No necesitan la tutela
(¿machista?) hasta extremos jurídicos sonrojantes. Pues, la
situación de las mujeres se ve determinada por extrañas y
contradictorias condiciones: sometidas y protegidas a la vez,
débiles y poderosas, despreciadas y respetadas... En este caos de
hábitos y contradicciones lo esencial se superpone a lo natural y no
es fácil distinguirlo. En general, las mujeres son lo que quieren
ser: o resisten a los cambios, o los aplican a sus mismos y únicos
fines.
El respeto y la equidad de las leyes corresponde a lo que la
Humanidad tiene de más hondo. No hemos de olvidar que las leyes,
tanto civiles como penales, no serán nunca lo suficientemente
flexibles para adaptarse a la inmensa y fluida variedad de los
hechos y de las personas. Éstas cambian menos rápidamente que las
costumbres. Por ello, el legislador pude quedar, en ocasiones,
descolgado y fuera del sentir social.
Toda ley demasiado transgredida es mala. Y la que nos ocupa es,
acaso, la peor. Corresponde al legislador abrogarla o cambiarla a
fin de que el desprecio en que ha caído esa ordenanza insensata no
se extienda a las leyes más justas.
Se pretende atajar por la vía penal una lacra social grave, y se
incurre en otra peor. ¿Discriminación positiva...? Sería un
desatino. Pues las mujeres actuales no la necesitan. Las leyes
deberían diferir lo menos posible de los usos. La violencia legal es
tal vez más repugnante que cualquier otra.
La fuerza de la mujer se pone de manifiesto -sobre todo- en su
formación académica y en el sentido de la responsabilidad que ejerce
en el mundo laboral, así como en mil cosas de índole privado, donde
el poder que ejerce es casi ilimitado. Raras veces he visto familias
en cuyas casa no reinara la mujer. En general, el matrimonio es muy
importante en su vida. Justo es que ellas lo defiendan según su
voluntad. Por ello, cuando les falla, se emplean a fondo...
La mujer está mejor dotada para la adversidad que el hombre.
Sobrevive, por ejemplo, a la viudedad mejor que su compañero. Este
hecho cierto es una prueba más de su fortaleza psíquica. Los datos
que arrojan las estadísticas abundan en la misma dirección. A saber,
el hombre puede llegar a ser tan suicida como homicida. Cuando
acaba, como en tantos casos terribles, con la vida de su pareja,
acto seguido pone -en no pocas ocasiones- fin a la suya. Y es que,
por su fragilidad, el hombre propende a hundirse sin remedio, en
aplicación de esta norma legal, cuando se le tira a la calle,
despojándosele de su casa y de sus seres más queridos.
Observen, si no, la naturaleza de los homicidios y suicidios,
cuándo y cómo se producen en la mayoría de los casos: Unos, cuando
la pareja ya está rota, otros, cuando ha habido denuncia por medio y
se ha decretado alejamiento judicial.
Las leyes, ciertamente, no pueden resolver todos los problemas
que aquejan a la sociedad. Habría que desviar más recursos
económicos, invertir e insistir más en educación cívica desde una
edad temprana, como señalé antes.
He aquí un extracto de la carta que me envía Juan, imputado en
causa penal por «malos tratos reiterados»: «...Había desavenencias
entre mi mujer y yo... Un día supe la verdadera razón: La pillé con
su amante... Se entendía con él desde hacía algún tiempo... Creo que
yo era un estorbo... Me puso la denuncia porque quería deshacerse de
mí... Me han echado de la casa. No puedo ver a mis hijos. Entre
pensión para ella, alimentos para mis hijos, pago de la hipoteca de
una casa que no puedo pisar, no me queda ni un euro con que vivir...
me han despojado de todo... Estaría tirado en la calle si no fuera
por la solidaridad de un amigo... Creo que es peligroso vivir en un
país que aprueba una ley de esta naturaleza... A veces la veo desde
lejos que entra y sale en mi casa con su amante... Tengo
pensamientos homicidas...».
Es probable que no pocos de los homicidios que se producen
actualmente guarden relación con la aplicación de esta desatinada
ley. Internet informa de las mujeres que mueren a manos de sus
parejas y de los hombres que se suicidan a diario, así como de una
sobrecogedora cantidad de niños que quedan huérfanos al año. Y nadie
apunta solución a esta gangrena social.
¿Hay -por desventura- un mundo de hombres y otro de mujeres?
Basta ya. Hemos de poner fin a esta dramática situación social. Es
preciso abolir o derogar la referida ley, si queremos evitar que los
procedimientos judiciales puedan convertirse en un espantoso
matorral, porque no se atiene a lo más elemental y reverente del
Derecho.
Eleuterio Sánchez Rodríguez, tras su salida de la cárcel,
escribió
Camina o revienta
y
Mañana seré libre
, dos libros en los que narra su peripecia personal.