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Paso
a menudo por la carrera de San Jerónimo, caminando por la
acera opuesta a las Cortes, y a veces coincido con la salida
de los diputados del Congreso. Hay coches oficiales con sus
conductores y escoltas, periodistas dando los últimos
canutazos junto a la verja, y un tropel de individuos de ambos
sexos, encorbatados ellos y peripuestas ellas, saliendo del
recinto con los aires que pueden ustedes imaginar. No
identifico a casi ninguno, y apenas veo los telediarios; pero
al pájaro se le conoce por la cagada. Van pavoneándose graves,
importantes, seguros de su papel en los destinos de España,
camino del coche o del restaurante donde seguirán trazando
líneas maestras de la política nacional y periférica. No pocos
salen arrogantes y sobrados como estrellas de la tele, con
trajes a medida, zapatos caros y maneras afectadas de nuevos
ricos. Oportunistas advenedizos que cada mañana se miran al
espejo para comprobar que están despiertos y celebrar su buena
suerte. Diputados, nada menos. Sin tener, algunos, el
bachillerato. Ni haber trabajado en su vida. Desconociendo lo
que es madrugar para fichar a las nueve de la mañana, o buscar
curro fuera de la protección del partido político al que se
afiliaron sabiamente desde jovencitos. Sin miedo a la cola del
paro. Sin escrúpulos y sin vergüenza. Y en cada ocasión,
cuando me cruzo con ese desfile insultante, con ese
espectáculo de prepotencia absurda, experimento un intenso
desagrado; un malestar íntimo, hecho de indignación y
desprecio. No es un acto reflexivo, como digo. Sólo visceral.
Desprovisto de razón. Un estallido de cólera interior. Las
ganas de acercarme a cualquiera de ellos y ciscarme en su puta
madre.
Sé que esto es excesivo. Que siempre hay
justos en Sodoma. Gente honrada. Políticos decentes cuya
existencia es necesaria. No digo que no. Pero hablo hoy de
sentimientos, no de razones. De impulsos. Yo no elijo cómo me
siento. Cómo me salta el automático. Algo debe de ocurrir, sin
embargo, cuando a un ciudadano de 57 años y en uso correcto de
sus facultades mentales, con la vida resuelta, cultura
adecuada, inteligencia media y conocimiento amplio y razonable
del mundo, se le sube la pólvora al campanario mientras asiste
al desfile de los diputados españoles saliendo de las Cortes.
Cuando la náusea y la cólera son tan intensas. Eso me
preocupa, por supuesto. Sigo caminando carrera de San Jerónimo
abajo, y me pregunto qué está pasando. Hasta qué punto los
años, la vida que llevé en otro tiempo, los libros que he
leído, el panorama actual, me hacen ver las cosas de modo tan
siniestro. Tan agresivo y pesimista. Por qué creo ver sólo
gentuza cuando los miro, pese a saber que entre ellos hay
gente perfectamente honorable. Por qué, de admirar y respetar
a quienes ocuparon esos mismos escaños hace veinte o treinta
años, he pasado a despreciar de este modo a sus mediocres
reyezuelos sucesores. Por qué unas cuantas docenas de
analfabetos irresponsables y pagados de sí mismos, sin
distinción de partido ni ideología, pueden amargarme en un
instante, de este modo, la tarde, el día, el país y la vida.
Quizá porque los conozco, concluyo. No uno por uno,
claro, sino a la tropa. La casta general. Los he visto
durante años, aquí y afuera. Estuve en los bosques de cruces
de madera, en los callejones sin salida a donde llevan sus
irresponsabilidades, sus corruptelas, sus ambiciones. Su
incultura atroz y su falta de escrúpulos. Conozco las
consecuencias. Y sé cómo lo hacen ahora, adaptándose a su
tiempo y su momento. Lo sabe cualquiera que se fije. Que lea y
mire. Algún día, si tengo la cabeza lo bastante fría, les
detallaré a ustedes cómo se lo montan. Cómo y dónde comen y a
costa de quién. Cómo se reparten las dietas, los privilegios y
los coches oficiales. Cómo organizan entre ellos, en
comisiones y visitas institucionales que a nadie importan una
mierda, descarados e inútiles viajes turísticos que pagan los
contribuyentes. Cómo se han trajinado –ahí no hay
discrepancias ideológicas– el privilegio de cobrar la máxima
pensión pública de jubilación tras sólo 7 años en el escaño,
frente a los 35 de trabajo honrado que necesita un ciudadano
común. Cómo quienes llegan a ministros tendrán, al jubilarse,
sólidas pensiones compatibles con cualquier trabajo público o
privado, pensiones vitalicias cuando lleguen a la edad de
jubilación forzosa, e indemnizaciones mensuales del 100% de su
salario al cesar en el cargo, cobradas completas y sin hacer
cola en ventanillas, desde el primer día.
De
cualquier modo, por hoy es suficiente. Y se acaba la
página. Tenía ganas de echar la pota, eso es todo. De
desahogarme dándole a la tecla, y es lo que he hecho. Otro día
seré más coherente. Más razonable y objetivo. Quizás. Ahora,
por lo menos, mientras camino por la carrera de San Jerónimo,
algunos sabrán lo que tengo en la cabeza cuando me cruzo con
ellos.
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