El progresismo, heredero vergonzante del marxismo clásico, es una ideología
igual de utilitarista que el comunismo de toda la vida, en el sentido de que el
principal objetivo de ambas es proporcionar a un grupo de ungidos suficiente
poder como para que realice experimentos sociales con el resto de la población
sin sufrir las consecuencias.
Desprestigiado hasta lo grotesco a la vista
de sus resultados, el marxismo, travestido ahora de progresismo, ya no trata
siquiera de fingir que su objetivo es liberar a la clase obrera del yugo
capitalista. Y es que los obreros no quieren hacer la revolución, sino comprarse
un piso en la playa; y los progres, que tradicionalmente fingían defenderlos,
con el capitalismo viven muy bien.
La lucha de clases no enfrenta ya a
obreros con patronos ni a burgueses contra proletarios, sino a los progresistas
contra los contribuyentes. La diferencia es que mientras el comunismo perdió la
batalla contra aquellos a los que declaró sus enemigos (no sin antes cargarse a
cien millones de seres humanos), los progres de hogaño hace tiempo que ganaron
la guerra, como lo demuestra el hecho de que, a pesar de su condición de
parásitos sociales, sus opiniones sigan contando con un gran prestigio entre la
mayoría de los ciudadanos, cuyos bolsillos fagocitan sin desmayo.
Las astracanadas asamblearias que protagoniza el progresismo
actualmente en el poder en España, entonando cánticos trasnochados y levantando
el puño como los leninistas de comienzos del siglo pasado, no son obviamente un
homenaje a sus antecesores, sino una coartada para mantener viva la ficción de
que la izquierda siempre ha luchado por la libertad, la democracia y la clase
obrera, y que entregarle el poder es la única forma de que todos alcancemos la
felicidad.
Levantar el puño, o
agarrarse un cuerno, como decían
en tiempos los falangistas coñones, más que un gesto amenazante es ya una mueca
grotesca para identificarse con la historia de la izquierda, que a pesar de su
vileza y capacidad dañina sigue conservando cierto prestigio gracias a la
universidad pública y los medios de comunicación de masas.
Si los
socialistas actuales dijeran la verdad, es decir, que no tienen ni idea de cómo
funciona la economía y que su objetivo se reduce a mantener a las nuevas hordas
de progresistas, enquistadas en los miles y miles de instituciones y
organizaciones sociales financiadas con dinero ajeno, a cambio de que movilicen
el voto popular a su favor, probablemente hasta Rajoy tendría posibilidades de
gobernar algún día.
Ellos no lo van a decir, claro, porque
socialista no siempre es sinónimo de
tontito, pero la sociedad
española necesitaría alguna voz, además de la de nuestro grupo de comunicación
(cada vez más potente, dicho sea de paso), que hiciera ver a los consumidores de
telebasura que las ideas de izquierda perjudican en todo momento y lugar,
especialmente a las clases más desfavorecidas, convertidas en carne de cañón a
cambio de un subsidio que previamente le ha sido expoliado a través de unos
impuestos cada vez más confiscatorios.
Por eso no merece la pena
molestarse con las
performances manuales de las pajines y las aídos. Al
contrario, lo mejor es que sigan haciéndose pasar por revolucionarias con triple
sueldo a costa de los trabajadores, a ver si algún día la masa que les vota
detecta algún indicio que de que le están tomando el pelo y, de paso, robándole
la cartera. Mientras tanto, que algún alma caritativa les construya una carpa de
circo.