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TONTOS (Y TONTAS) DE
PATA NEGRA |
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Uno
comprende que tiene que haber tontos, como tiene que haber
de todo. Me refiero al tonto social, o sea. Al que normalmente
llamamos tonto del haba. Al imbécil de andar por casa. De
diario. Son criaturas de Dios, como dijo San Francisco del
hermano lobo, si es que lo dijo, y tampoco es cosa de pasarlos
por el lanzallamas. O de pasarlos sin más. Tienen tanto
derecho a existir como cualquiera. Incluso un tonto evidente,
lustroso, bien cebado, de esos que da gloria verlos, tipo
cuñado Mariano, hace su papelito en determinados lugares.
Decora el paisaje. Sobre todo si, como ocurre a menudo, no
tiene conciencia de lo tonto que es. O de lo que puede ser si
se lo propone, en plan película de superación deportiva
americana, con el entrenamiento y el esfuerzo adecuado.
Y es que un tonto en condiciones, situado en el
lugar idóneo, el trabajo, la vida cultural, la política,
completa la vasta y asombrosa obra de la Naturaleza. La
armonía del Universo. Enriquece la vida, para que me
entiendan. Sirve como referencia. Como tontómetro del entorno
y como brújula para los demás. Por eso siempre he sido
partidario de tener un tonto a mano. No demasiado cerca, ojo.
Un tonto es como las escopetas: lo carga el diablo. Pero
tenidos a distancia y bajo control razonable, se aprende mucho
observándolos. La pega principal es que el tonto tiene una
asombrosa capacidad reproductora. Se multiplica como una
coneja. Y al menor descuido, te rodea como al general Custer.
Ciertos ambientes, sobre todo los políticamente correctos, le
son en extremo favorables. Y si además se trata de un tonto de
aquí, español, con todos los complejos, inculturas, envidias y
estupidez congénita propios de esta nacionalidad esplendorosa
y autosatisfecha de la que gozamos, para qué les voy a contar.
Si España exportara tontos al extranjero –a veces lo hace,
pero sin organización ni método– seríamos la primera potencia
mundial. Los tontos españoles son tontos conspicuos, de pata
negra. Matizo, a fin de no avivar talibanismos feminazis: los
tontos y las tontas. Para qué voy a mentir: en el fondo me
hace ilusión. Si el tonto español desapareciera como especie,
la cosa sería tan lamentable como la desaparición del toro de
lidia, o la del tertuliano radiofónico que con la misma
soltura analiza un resultado electoral que la teoría de campos
de fuerza de Maxwell. Una de nuestras señas de identidad
nacional se iría a tomar por saco. Cuando los últimos vínculos
trimilenarios que unen a nuestra ruin tropa se aflojen del
todo, y castellanos, catalanes, vascos, andaluces, inmigrantes
y demás vayamos cada uno a nuestro aire, como realmente nos
pide el cuerpo, sólo habrá dos cosas que nos sigan manteniendo
unidos: el fútbol y lo tontos del ciruelo que somos, o que
podemos llegar a ser cuando la Historia, la sociedad, la tele,
la moda de turno, nos dan la oportunidad. Que suelen dárnosla.
En tal sentido, me preocupaba que las universidades
españolas quedaran al margen del asunto. Perdieran el
tren, para entendernos. A fin de cuentas, en sitios así lo que
menudea es la inteligencia, la cultura y cosas por el estilo,
y a la idiotez se le supone sólo un carácter mínimo,
testimonial. Pero la Universidad de Zaragoza acaba de
tranquilizarme mucho. El que más y el que menos prevé el
futuro siniestro que espera a los universitarios españoles, y
sabe que cuanto tiene que ver con progreso, innovación,
ampliación de titulaciones, investigación, calidad en la
docencia y nuevas tecnologías recae exclusivamente sobre el
esfuerzo individual y el sacrificio de un profesorado que
cobra menos de 2.500 mortadelos al mes, y eso cuando tiene 20
años de antigüedad. Con este paisaje, la última iniciativa de
la docta institución cesaraugustana, de cara al próximo curso,
ha sido apadrinar una campaña que, bajo el título Nombrar
en femenino es posible. ¡Inténtalo!, y con los nombres y
símbolos bien a la vista de la Universidad –cátedra sobre
Igualdad de Género, nada menos– y del Gobierno de Aragón,
que supongo soltaron la viruta apropiada, reparte a troche y
moche folletos de cuatro páginas a color, para que los jóvenes
universitarios zaragozanos dejen de invisibilizar a las
mujeres mediante deliciosas construcciones en la línea del
tópico habitual: el ser humano en vez del hombre, el
alumnado sin empleo en vez de los estudiantes
desempleados, profesionales en régimen laboral autónomo
en vez de trabajadores autónomos, y otros brillantes hallazgos
al uso. Con la siguiente –y confusa– afirmación final, que
transcribo literalmente en toda su espléndida y analfabeta
incongruencia gramatical: «Seguro que, con la práctica,
prestas más atención al lenguaje y usas términos para que
todos y todas seamos visibles en el discurso».
Por eso digo que estoy tranquilo con lo de las
esencias. No hay como la estupidez institucional, con
cátedra incluida, para asegurar el futuro. Y el nuestro está
garantizado. Tenemos tontos y tontas para rato y para
rata.
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